La bendita adicción del coleccionismo de cerámica.
En el mundo del coleccionismo de antigüedades hay pocas adicciones tan severas como la de coleccionar cerámica, quizás igualada por la de dibujos antiguos y alguna adicción más, y sólo superada por la de libros. Los bibliófilos pueden llegar a obsesionarse como pocos por conseguir, para su biblioteca un título ansiado, de una determinada edición.
El de la cerámica es el mundo del diseño espontáneo, la explosión del color y de la ejecución suelta y precisa presumiendo de destreza, o más torpe e ingenuamente encantadora en otras ocasiones. El contexto valenciano y castellonense, posiblemente el más rico de España en calidad y cantidad de producción, hay cinco nombres propios esenciales a lo largo y ancho de ochos siglos que se repiten una y otra vez, según época y manufactura: Paterna, Manises, Alcora, Ribesalbes y València. Existen otras pequeñas manufacturas como Onda, Orba o Biar y una ingente cantidad de pequeñas alfarerías populares que se diseminaron allá y acullá. Según el tipo de pieza habría dos grandes grupos : el de azulejería y el de las piezas de forma. Entre los Azulejos los “de serie” y los más buscados de figura, los paneles decorativos religiosos, las placas devocionales, los socarrats etc. La cerámica llamada “de forma” contiene tantos tipos de piezas como podamos imaginar: platos, braseros, catavinos, salvillas, albarelos (botes de farmacia), mieleros, orzas, jarras, pilas benditeras etc.
¿Qué es lo que hace tan adictivo el coleccionar cerámica antigua? En primer lugar el ser un arte aplicada muy enraizada en nuestro contexto cultural. Es decir, son piezas con gran tradición, fabricadas siglos atrás a pocos quilómetros de donde vivimos y que en muchos casos su iconografía hace referencia a motivos que conocemos de primera mano: vegetales, animales, oficios tradicionales, escudos de familias, simbología gremial, santos patronos de pueblos y ciudades etc. En segundo lugar, que nos convirtamos en custodios de una pieza de cierta o mucha fragilidad y que por tanto constituye un milagro que un determinado número hayan llegado a nuestras manos, a nuestros días, intactas o casi, tras incontables avatares por los que han tenido que transitar (guerras, mudanzas, desastres naturales…). Podríamos añadir lo relativamente económico de la adquisición buena parte de estas piezas, o el hecho de que puedan aparecer ante nosotros en el lugar menos pensado (rastros, anticuarios, subastas etc) y, finalmente, aunque seguro que hay más razones para coleccionar cerámica, por los indudables valores estéticos y de ejecución técnica intrínsecos a cada una de las piezas. Déjenme que añada una razón más: el coleccionismo de cerámica crea una comunidad en la que la tertulia, y hasta el debate es el pan de cada día, en la que se comparten experiencias y adquisiciones, en la que se aprende todos los días porque nunca se sabe lo suficiente.
A vuelo de pájaro, y comenzando por la azulejería, y aquí incluimos a los populares socarrats, debemos precisar que esta se halla íntimamente relacionada con la arquitectura para la que, en su momento, fue concebida: techos entre las vigas, suelos o paredes, puesto que los azulejos, placas, o paneles son una clase de piezas destinadas al embellecimiento las estancias o fachadas de los edificios tanto de carácter religioso como civiles. La variedad es enorme según la manufactura, la calidad, la época, la función, los motivos que aparecen. Una variedad tal que siempre habrá una pieza que nunca has visto con anterioridad publicada en libros o catálogos, ni en colecciones públicas o privadas o a la venta.
Dentro de ella, un mundo en sí mismo constituye la azulejería medieval con motivos muy característicos y populares que son habituales como el llamado escarabajo, el volaoret, el pensamiento. Azulejos de serie que por tanto son más económicos sin que en ningún caso debamos minusvalorarlos pues se trata de piezas con cinco siglos de antigüedad. Estos motivos conviven con otros cuyo precio es mayor en función de su belleza, la originalidad de su composición y, sobre todo, en este caso, la rareza. Las joyas de la corona suelen ser los azulejos con motivos heráldicos o relacionados con gremios, así como los llamados alfardones, con forma rectangular, y por presentar los laterales en ángulo en lugar de en recto.
Si nuestro interés no es el de la cerámica medieval sino la barroca tenemos otro mundo enorme en el que introducirnos: azulejos de serie de toda clase (rocallas, motivos vegetales, chinescos…), que alicataron muros de conventos iglesias o edificios palaciegos. Existen también los llamados “de figura” que hicieron lo propio en otros muros como las cocinas valencianas: azulejos de figuras con personajes realizando labores, cazando, animales conocidos o fantásticos. Del siglo XVIII también suelen ser los azulejos de escalera destinados a decorar la huella de los escalones. De formato más alargado contienen toda clase de escenas costumbristas, botánicas, zoológicas o paisajes arquitectónicos entre otros muchos motivos.
Ya en el XIX la azulejería de oficios y de motivos relacionados con la cocina son los más buscados (alimentos, utensilios…). En cuanto a los oficios los hay de toda clase: barberos, arquitectos, alfareros, fabricantes de toda clase de enseres y productos: artesanos del chocolater, horchateros, fabricantes de cestas, de botas de vino…
Otro mundo que admitiría estar buena parte de una vida coleccionando sería el de la cerámica de reflejo que tiene su inicio y máximo esplendor en el siglo XV para continuar en el XVI como los dos siglos más gloriosos de esta producción que hizo de la cerámica de Manises o hispanomorisca, como también se le conoce, una de las manufacturas más codiciadas de occidente. Las siguientes dos centurias si las comparamos con las precedentes se pueden calificar como de decadencia pues si bien la calidad del reflejo dorado permanece, los motivos decorativos son más repetitivos (helechos, clavelinas, pardalots…) y menos imaginativos que en la cerámica medieval y renacentista.
Quienes coleccionan más o menos compulsivamente cerámica de la manufactura de la Real fábrica de Alcora es poco probable que lo hagan con otra clase de cerámica puesto que se trata de un coleccionismo de una enorme riqueza tipológica e iconográfica, con diversas etapas decorativas a su vez, y por otro lado, una buena colección de esta manufactura exige una dedicación económica considerable puesto que las piezas importantes como son ciertas placas, figuras de bulto redondo de tipo escultórico, y algunos platos de determinadas épocas y motivos son piezas que pueden ser muy cotizadas.
Acabamos, pero podríamos seguir, con los coloridos platos de colección del siglo XIX. A lo largo y ancho de este siglo, Manises y Ribesalbes, el pequeño pueblo de la Plana Baja, copan la producción de loza en València y Castelló. La cerámica valenciana de este siglo reviste las características de lo popular, lo ingenuo, pero a su vez del encanto y la imaginación de lo espontáneo, del dibujo inmediato, de la soltura y hasta la genialidad en no pocos casos. Motivos florales, barcos, puentes, castillos, higueras, fuentes, personajes “a la moda”, toros picassianos antes de Picassso, y un largo etcétera.
Joaquín Guzmán. https://valenciaplaza.com
Comentarios recientes