El último alfarero de Lebrija: «A este oficio le quedan cinco años»
Juan Sebastián López regenta el único taller de alfarería de la localidad sevillana, conocida por llevar siglos amasando una tradición que corre el riesgo de desaparecer
Encima de una cuidada rotonda, en el acceso a Lebrija por la carretera SE-697, junto al hospital comarcal, se puede leer en letras blancas: “Ciudad de alfareros”. Encima de ella, una pared de ladrillo, con un hueco con forma de cántaro, da la bienvenida a los visitantes. A menos de un kilómetro de este punto, casi en línea recta, se encuentra el taller de Juan Sebastián López, el último alfarero de Lebrija, un superviviente que vaticina que a este tradicional oficio del que la localidad presume le quedan apenas “cuatro o cinco años”. Cuando llegue al medio siglo de vida —ahora tiene 45 años— ya no podrá fabricar macetas o botijos de gran tamaño. Es la fecha límite que se marca.
En la calle Camino del Aceituno, enfrente de un supermercado, las puertas del negocio de Juan Sebastián López siempre están abiertas. En la pared que se vislumbra antes de entrar se puede leer “Alfarería de Lebrija”, con letras fabricadas en barro, que están rodeadas de numerosos cántaros, macetas, cuencos o lebrillos, en la que se puede considerar una buena muestra de su trabajo. Hay hasta una reproducción de la iglesia de Santa María de la Oliva de Lebrija, con su característica torre, inspirada en la Giralda de Sevilla. Unos metros más abajo está la entrada al taller de Juan, que se encuentra repleto de sus creaciones.
“Entrad”, dice amablemente su mujer, Manuela Millán, a la que todos conocen como Loli, que lo acompaña durante sus largas jornadas de trabajo. Ella, bisnieta de un alfarero que falleció joven —Alfarería Dorante—, cuenta que su familia no continuó con la tradición, pero lo lleva en la sangre. Cosas del destino, con los años terminó casada con uno. “Aquí empezamos a las nueve de la mañana y terminamos a las nueve de la noche, parando un rato para comer”, explica Juan Sebastián López, que es la cuarta generación de alfareros de su familia y, se teme, la última. En el taller, un espacio alargado con paredes desnudas, hay decenas de macetas, vasijas y lebrillos, amontonados según su tamaño. Cuando no caben en el suelo, los almacena en vigas de hierro instaladas por encima de su cabeza. Unos cuantos recortes de periódico, con noticias sobre la labor que desempeñaban sus antepasados, y fotografías de ellos mismos, componen la decoración del taller.
Al final de la estancia, Juan Sebastián, con una camiseta clara y un mandil lleno de barro, está sentado junto a una maceta a la que poco a poco, con paciencia, va dando forma. Cuando activa el torno, la pella de barro que previamente ha preparado va transformándose. Antes, ha tenido que ir por la materia prima a una cantera situada a espaldas de las ruinas del castillo de Lebrija, desde donde lo traslada en un camión hasta las puertas de su taller. Una vez allí, lo licúa con una máquina, para quitarle impurezas, y una tubería lo traslada hasta una amasadora, de donde salen cilindros del tamaño que elige Juan. Luego corta las pellas y las coloca en el torno.
Las piezas que fabrica el alfarero, a mano, minuciosamente, van luego al horno de gasoil instalado en una habitación anexa. Al lado está el antiguo horno de piedra que utilizaba su familia para ello. Hace 20 años que no se utiliza, pero se mantiene intacto. “Ahí las piezas iban unas encima de otras, y como tiene tres metros de altura, las de abajo sufrían mucho”, explica. “Hoy en día no podrías vender piezas si se deforman”. En el antiguo horno, el proceso era más laborioso. “Se cargaba a la mitad, se calentaba por la noche, al día siguiente se terminaba de cargar, estaba un día calentándose y estaba durante doce horas cociendo las piezas, echándole leña por detrás”, relata López. “A los tres días se rompía la pared y se descargaba”.
José López fue el primero de esta saga de alfareros. El bisabuelo de Juan Sebastián empezó en el oficio a inicios del siglo XX y adquirió la alfarería en la que su bisnieto sigue torneando el barro en 1925, aunque antes ya trabajó en ella en régimen de alquiler. Su abuelo, Sebastián López Bellido, continuó con la tradición, que siguió su padre, Juan López, hasta llegar a Juan Sebastián. “Empecé de pequeño, jugando entre las piezas”, rememora, “estabas un rato en el torno, mañana otro ratito… el oficio hay que aprenderlo así, hay que mamarlo”. Durante su ya extensa vida laboral no ha conocido otro trabajo. “No sé hacer otra cosa”, dice. Tampoco quiere. “Es un oficio bonito, me gusta y aquí sigo”, añade. Aunque le vaticina un futuro muy negro: “Esto se va a perder, fíjate el declive, de catorce alfarerías que había hace 50 años a quedar solo una”.
La llegada del plástico fue el principio del fin de alfarerías como la de Juan Sebastián. Este material, muy resistente, fácil de hacer y más barato, hizo que los hábitos de consumo cambiaran. “Con el plástico y la uralita se dejaron de hacer muchos cántaros y tejas de barro”, señala el alfarero lebrijano. “Este oficio no hay nadie que lo aprende, se perderá”, dice una vez más, pesimista. Sus hijos, un niño de catorce años y una niña de ocho, hacen sus pinitos con el barro, como se puede comprobar en los ceniceros y vasijas que hay en el taller, fabricados por ellos, pero no los ve siguiendo su estela. “Es su sitio de juego, pero ellos no continuarán con esto”, agrega Loli Millán.
La lenta producción de Juan Sebastián, al ser puramente artesanal, y la competencia de negocios que venden productos similares a precios irrisorios, lleva años lastrando el negocio. “Hay gente que lo valora y lo paga, pero muchos no. Esto tiene un valor, está hecho como se fabricaba hace miles de años”, reseña el alfarero, “pero llegará un tiempo en que deje de hacerse”. Él cree que “la gente joven no quiere aprender”, ya que “es un oficio muy pesado”, y además, “luego tienes que competir”. “Los viveros tiran los precios”, lamenta.
“Ya se hacen muchos menos cántaros, antes se vendían mucho para los trabajadores del campo”, puntualiza Juan Sebastián. A particulares, para sus patios y terrazas, siempre ha vendido muchas macetas, de distintos tamaños y formas. “Eso se vende, lo malo es la fabricación, que no puede ser más rápida”. Sus antepasados tuvieron trabajadores —su abuelo hasta una treintena—, pero él está solo, con la ayuda de Loli, ya que no tiene capacidad para contratar, ni posibilidades. “Esto tiene su mercado, el que quiera puede vivir de esto, porque la materia prima es barata y hay maquinaria, pero no es dinero. Con 60.000 o 70.000 euros montas un negocio”, dice. Eso sí, Juan avisa: “Es muy pesado de aprender”. Él, cuando cumpla 50 años, quiere realizar un “cambio radical” a su forma de trabajar. “Cuando me quite trampas bajo el ritmo, porque esto te revienta”.
Lebrija, y concretamente la alfarería de Juan Sebastián López, alberga uno de los 49 puntos de interés artesanal declarados por la Junta de Andalucía en la comunidad, que contabiliza cuatro en la provincia de Sevilla —en Salteras, Santiponce y Sevilla capital, además del municipio lebrijano—, con Jaén y Almería como las provincias con mayor presencia, con doce y once puntos, respectivamente. Para conocer los orígenes de la alfarería en la localidad lebrijana hay que remontarse varios siglos atrás. El negocio del barro ha dado de comer a muchas generaciones gracias a la fabricación de todo tipo de objetos, como botijos, cántaros, macetas y ladrillos bastos, casi en desuso actualmente. Hasta 40 alfarerías llegaron a convivir en Lebrija, una quincena le consta a Juan Sebastián que existían a mediados del siglo pasado. Ahora, solo la suya.
Fuente: lavozdelsur.es
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